Publicado el 9 de noviembre de 2022.
Esta será la quinta visita de la serie que tenemos programada para 2022, después de la que hicimos en octubre a la Iglesia Ortodoxa de Hortaleza. Tendrá lugar el jueves 24 de noviembre de 2022, a las 12.45 horas, y en ella veremos los Jardines de la Finca de Vista Alegre. El número de plazas es limitado: máximo 25 personas. La visita está abierta a todas las personas interesadas, aunque tendrán prioridad los socios de Trotea.
En todo caso, es necesario que confirméis vuestra asistencia, como muy tarde el lunes 21 de noviembre, a José Luis Díaz de Liaño (teléfono: 666 353 221; correo electrónico: jdl2008@hotmail.es). La visita será guiada por Ángela Reina, a quien ya conocéis desde antes de la pandemia. El precio será de 5 euros para socios y 6 euros para no socios, que pagaremos a la llegada.
Nos reuniremos, pues, el jueves 24 de noviembreen la calle del General Ricardos 179, donde está la puerta de entrada a los Jardines, a 10 min andando de las estaciones de metro de Vista Alegre o Carabanchel, (ambas, en la línea 5). Se ruega puntualidad.
Para información más detenida sobre la visita podéis seguir leyendo.
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Una finca con una alegre vista
Más allá del Puente de Toledo, en el antiguo “camino de Carabanchel”, se inauguró en 1825 un establecimiento con el atractivo nombre de Finca de Vista Alegre, por las buenas vistas que desde él se tenían. Funcionaba como Casino, al que se había adosado una Casa de Baños, al estilo de las que por entonces había a las afueras de París o Londres. Sus fiestas, de las que ha quedado registro en la prensa de la época, congregaron a numerosos madrileños incluso en invierno.
Cinco o seis años después, sin embargo, el negocio se hizo ruinoso. El país arrastraba una severa crisis económica y todavía en 1824 había habido una de las periódicas “crisis de subsistencias” que se traducían en hambruna. En Madrid, “ciudad provinciana, improductiva y parasitaria” (Mesonero Romanos), no había industria y se mantenía la vieja estructura social estamental, aunque empezaba a surgir una burguesía financiera. No había recursos para abordar ninguna obra pública y las calles presentaban un triste aspecto.
Así estaban las cosas cuando en marzo de 1832 la finca fue adquirida por la entonces reina consorte, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, quien en los años siguientes compró además otras propiedades contiguas, algunas pertenecientes a la corporación de los Cinco Gremios Mayores, hasta completar 50 hectáreas, y decidió unirlas desviando el camino citado por el norte, en lo que hoy es calle del General Ricardos. Poco a poco, el conjunto, ya convertido en Real Posesión, fue enriqueciéndose con varias construcciones y jardines, y dio lugar a la Quinta que vamos a visitar.
La Reina Gobernadora: una figura con aristas
Antes de abordar la descripción de la finca, detengámonos en la figura de la compradora y en sus circunstancias personales, porque pueden ser muy ilustrativas para conocer el Madrid de la época. Ayudémonos para ello del lienzo La familia de Carlos IV pintado por Goya años antes y sobre cuyos personales gira toda esta historia.
María Cristina, nacida en Palermo, era hija del rey Francisco de Nápoles y de la infanta María Isabel (pintada en el centro del cuadro), hermana de Fernando VII (a la izquierda), y había llegado a la Corte española en 1829 para casarse con este, que era, por tanto su tío. Los tres matrimonios anteriores del monarca, políticamente incompetente y de disoluta vida personal, no habían dejado hijos y resultaba perentorio tenerlos para evitar que, en caso de fallecimiento, el trono pasase a su hermano Carlos María Isidro (en el borde izquierdo del cuadro), que se había convertido en la cabeza visible de los “apostólicos”, la fracción más extremista de los absolutistas.
María Cristina tenía entonces 23 años. Había recibido una educación superficial acorde con su filiación, mostraba inclinación por un absolutismo moderado, pero su juventud y vivo carácter atrajeron al monarca, que ya antes de conocerla en persona había manifestado su satisfacción en términos muy propios de su personalidad: “Ídolo de mi corazón […] el corazón me hace pitititi, señal de que me muero por tititi!”
En 1830 María Cristina quedó embarazada y el rey adoptó las medidas pertinentes para asegurar la corona a favor de su descendencia1. En octubre de 1830 nació la primera hija, la futura Isabel II. Algo más de un año después, en enero de 1832, llegó una segunda hija, Luisa Fernanda. Todo parecía, pues, encauzado.
Los acontecimientos posteriores discurrieron, sin embargo, por cauces sólo explicables por el desorden que vivía el país. Ante la negativa del hermano del monarca, Carlos María Isidro, a aceptar la situación, se sucedieron las intrigas y maniobras de toda suerte para defender las posiciones a favor y en contra. Finalmente se impuso la legitimidad de la sucesión a favor de Isabel2.
En septiembre del año siguiente (1833) murió finalmente Fernando VII y su hija Isabel (de solo 3 años) fue jurada como heredera, por lo que la corona pasó a María Cristina como regente. El rechazo de Carlos María Isidro cobró forma en la declaración de una guerra civil (“primera guerra carlista”) entre sus seguidores absolutistas (“carlistas), por un lado, y los liberales (“cristinos”), por otro, que duró hasta 1840 y asoló el cuadrante nororiental del país. Fue un período de prueba para la “Reina Gobernadora”, como ella misma quiso ser llamada. Aunque contó en todo momento con el apoyo de los liberales, su figura concentró la pugna entre dos corrientes: de un lado, los intentos de los propios liberales por imponer su ideario político, tanto por la vía de las Cortes como por la vía de los levantamientos a través de Juntas locales; de otro, la resistencia de ella misma, más inclinada por las ideas absolutistas, a ceder las prerrogativas regias.
Revolución liberal: se desmantela el Antiguo Régimen
Durante siete años se sucedieron los gobiernos de la denominada “revolución liberal”, durante la cual se afianzó la monarquía parlamentaria, se aprobó la Constitución de 1837 y se desmanteló el Antiguo Régimen mediante la adopción de medidas como la declaración de igualdad ante la ley, la autonomía política de los ayuntamientos, la abolición de los señoríos, la desamortización de bienes eclesiásticos, la libertad de comercio, etc.3
El cambio político así instaurado fue de la mano con una profunda transformación en todos los órdenes. Mejoró la demografía, se liberalizó la economía, impulsada por una incipiente burguesía financiera y comercial, irrumpió el romanticismo como contraposición al neoclasicismo de la Ilustración… La ciudad, sin perder la pátina de pobreza, adquirió una nueva vida, reflejada en los cafés, en la pujanza del teatro, en la literatura costumbrista, en las costumbres sociales, etc. Incluso la indumentaria se enriqueció con la generalización, entre las clases acomodadas, del frac y la levita como prendas masculinas y de los vestidos con talle estrechado (mediante un corsé) y el alargamiento de la falda hasta los pies entre las prendas femeninas.
(mediante un corsé) y el alargamiento de la falda hasta los pies entre las prendas femeninas.
Pero volvamos a la figura de la regente. Los cambios políticos no se habían producido por iniciativa suya, sino a su pesar. Con todo, su posición fue robusteciéndose poco a poco, sobre todo por dos factores. Por un lado, el apoyo recibido del partido “moderado” , una formación de aluvión que empezó a constituirse por entonces como resultado de la agrupación de liberales templados y de absolutistas reformistas y que más adelante, durante el reinado de Isabel II, se convertiría en el eje del régimen. Por otro lado, la evolución de la guerra a favor de los propios “cristinos”, que al mando del general Espartero consiguieron la derrota de los carlistas y la firma del tratado de Vergara en 1839.
En este marco, María Cristina se implicó en una operación política de largo alcance, que puede entenderse encaminada a colocar su figura, en última instancia, por encima de los partidos. Para ello, se comprometió personalmente en la aprobación de una nueva ley de ayuntamientos presentada por el gobierno moderado entonces en el poder, que convertía a los ayuntamientos en simples órganos administrativos, privándoles de la iniciativa política que había sido el fermento de las Juntas revolucionarias. La regente entendió, en todo caso, que para ello precisaría el apoyo de los militares e inició una aproximación política a Espartero, que era la figura emblemática de los liberales.
Aprovechando una cura termal que los médicos habían recomendado para la niña Isabel, la regente inició en 1840 un viaje de cuatro meses a Cataluña, con objeto de reunirse allí con Espartero y atraerle a su causa. Sin embargo, las conversaciones entre los dos personajes, ambos imbuidos de una profunda desconfianza hacia el régimen de partidos, pusieron de manifiesto un enfrentamiento abierto. La publicación en ese mismo período de varios libelos contra la regente, el nombramiento apresurado pero ineficaz de un nuevo Gabinete por parte de esta, la posición de fuerza de un amplio sector del ejército, el levantamiento insurreccional del ayuntamiento de Madrid y la actitud inflexible de Espartero llevaron finalmente a María Cristina a rechazar la co-rregencia que este le ofrecía y a renunciar como regente. De Barcelona partió por mar a Valencia y allí se embarcó en dirección a Marsella, donde se reunió con su marido.
¿Su marido? Entramos así en el examen de dos puntos débiles en la vida de María Cristina que, por encima de los sucesos políticos, la exponían a la crítica pública. El primero se refiere a la vertiente “secreta” de su vida personal.
Un apuesto guardia de corps
En diciembre de 1833, tres meses después del fallecimiento de Fernando VII, María Cristina había quedado prendada de un atractivo miembro de su guardia de corps, Agustín Fernando Muñoz, hijo de unos estanqueros de Tarancón, con quien a los diez días contrajo matrimonio morganático y secreto. Su unión fue duradera y de ella nacieron cinco hijos y tres hijas, todos beneficiados más adelante con un condado, ducado o marquesado. El procedimiento seguido en todos los casos fue el mismo: ocultación del embarazo, salida secreta de palacio del niño o niña en un coche cerrado el mismo día del alumbramiento y educación esmerada, generalmente en Francia, con reserva de su filiación.
Tales situaciones trataron de ocultarse en todo momento, pero fueron de sobra conocidas por los círculos cortesanos y las cancillerías extranjeras, e inevitablemente se divulgaron en ámbitos más amplios. La propia hermana de la regente, Luisa Carlota, casada con el infante Francisco de Paula (pintado en la parte central del cuadro de Goya) y finalmente enfrentada a ella por ambición dinástica, no tenía reparos en aludirla públicamente como “la Muñoza”. Y no faltaron los libelos alusivos, como el que parece redactado por Fermín Caballero, periodista y escritor, además de alcalde progresista de Madrid más adelante, explícito en la calificación de los hechos: “pasión irregular, ardiente y brutal”, “encenagamiento y humillación”, “vida oscura y bestial”, etc.
Fondos reservados para la regente
El segundo punto débil de la regenta concierne a su afán de acumulación de riqueza, posiblemente por temor a las consecuencias que un posible exilio tendría para ella y para los hijos habidos con Muñoz. Su capacidad de intervención directa en la testamentaría de Fernando VII y la habilidad para los negocios del propio Muñoz allanaron el camino. Sin hacer distinción alguna entre lo público y lo privado, llegó a formar así un “real patrimonio” cuantioso del que tenemos algunos datos. Se sabe, por ejemplo, que durante una visita al guardajoyas realizada después de la partida de su madre hacia Francia, Isabel II quedó sorprendida al ver “la multitud de estuches y cajas enteramente vacías”. Está documentado también que en 1834 María Cristina ordenó a su intendente Mario Gaviria (el que luego se construiría el palacio madrileño del mismo nombre) la creación de una “caja del real bolsillo secreto”, una especie de fondos reservados de los que no podía disponerse sin su consentimiento. Según la rigurosa contabilidad llevada, hasta su exilio a Francia se introdujeron más de 37 millones de reales, una cifra realmente elevada, pero cuando en 1840, tras la partida de la regente, Martín de los Heros fue designado intendente de la Real Casa y Patrimonio de la Corona, no quedaba prácticamente nada. ¿Se habían dedicado los fondos realmente a comprar voluntades políticas, o más bien a algún otro fin?
Quizá merezca más reparos aún la influencia que la regente ejerció sobre su hija, tanto durante en la fase de educación como más adelante durante su reinado. Cuidó de esa educación desde París, pero lo hizo más con el objetivo de “apropiarse” de la futura reina que de desarrollar su personalidad: la educación fue “corta en el tiempo, elemental en los contenidos (superando apenas las nociones de la enseñanza primaria) y condicionada por su sexo (labores de aguja, lecciones de música, canto y baile)” y por la molicie de la propia interesada. Todo eso contribuyó a hacer de la futura reina una persona influenciable, víctima de sentimientos encontrados de escrupulosidad religiosa, rigorismo político y desorden sentimental. Tampoco le fue de ayuda su desastrosa boda con Francisco de Asís, hijo de su tía Luisa Carlota (hermana de su madre) y de su tío Francisco de Paula (pintado en la parte central del cuadro de Goya que nos está sirviendo de guía) y, por tanto, primo doble suyo.
Incluso después, tras la jura de su hija como reina y sobre todo tras regresar a Madrid en 1844, María Cristina, manteniendo la confusión entre negocios y política, formó con su marido Muñoz y los miembros del llamado “clan de Tarancón” una de las tristes “camarillas” (entendidas como poderes extraparlamentarios que se imponían a los poderes constitucionales) que ensombrecieron el reinado de Isabel II. Está documentada, por ejemplo, la participación de esa camarilla en la contrata de azogues (mercurio) con la casa Rohtschild, la actividad como prestamista de alto nivel, los negocios en Centroamérica, incluido el flete de barcos esclavistas, las minas en Filipinas y España, las obras del Manzanares, la canalización del Ebro, las concesiones de ferrocarriles, etc. Una larga lista.
Los puntos débiles comentados fueron y han sido, en todo caso, decisivos para la valoración pública de la figura de la regente. Tan solo conviene reseñar que el primero de ellos quedó en parte suavizado cuando en 1841 María Cristina obtuvo una “absolución verbal del Papa sin que se suscitasen preguntas embarazosas sobre el matrimonio con Muñoz” y, más aún, cuando en 1844 Isabel II, ya reina, le concedió a este el título de duque de Riánsares y poco después dio su autorización para el matrimonio oficial de ambos.
Una encantadora quinta de recreo a poco más de una legua de la Corte
Ahora podemos centrarnos ya en la Finca de Vista Alegre. Su adquisición por María Cristina se inscribe en un proceso de acumulación de bienes inmobiliarios que era tradicional en la aristocracia y que fue asumido también por la alta burguesía: se ha estimado que a mediados del siglo XIX, el patrimonio de la aristocracia era inmobiliario en su mayor parte y el de la alta burguesía lo era en un 45%. Así se explica la existencia en los Carabancheles de numerosas fincas de recreo, adquiridas por su cercanía a la corte y por la benignidad del clima invernal: la de Eugenia de Montijo, la de Santa Rita, la de Campo Alange o de Manuel Godoy (hoy Colegio de los marianistas), la de las “Delicias Cubanas” y tantas otras, hoy prácticamente desaparecidas.
Tras la compra de Vista Alegre, María Cristina acometió profundas reformas. Rehabilitó y engrandeció el edificio principal, convirtiéndolo en lo que hoy se conoce como Palacio Viejo, que según el Diccionario de Madoz tenía 37 habitaciones y estaba engalanado con más de 900 cuadros. Le adosó, alineada con la fachada, la llamada Estufa Grande, un invernadero formado por una rotonda central y dos pabellones laterales, uno de los cuales alojaba el llamado Baño de la Reina, que aprovechaba el calor procedente del invernadero. Construyó ante la fachada un Jardín romántico que arrancaba de la Plaza semicircular de las Estatuas (de las que solo se conservan los pedestales), creó a partir de esta una Ría navegable, remodeló una fábrica de jabones ya existente convirtiéndola en Casa de Oficios (cuya planta noble se preparó como residencia de su marido Agustín Fernando Muñoz) y encargó a Martín López Aguado y luego a Narciso Pascual y Colomer la construcción, más allá de la Ría, de un nuevo palacete, actualmente conocido como Palacio Nuevo.
Tras su partida de España, María Cristina donó la finca a sus hijas, Isabel II y la infanta Luisa Fernanda, si bien por razones prácticas el conjunto quedó en manos de la segunda y su marido el duque de Montpensier, quienes no mostraron interés especial y decidieron su venta. Lo hicieron en 1859 a José de Salamanca, años después favorecido con el título de marqués de Salamanca.
Las obras continuaron entonces bajo la dirección del mencionado Pascual y Colomer, quien, tras el severo neoclasicismo exhibido en el edificio del Congreso de los Diputados, había adoptado un estilo más grácil, muy bien acogido por la alta burguesía y que, con ejemplos como el Palacio del propio marqués de Salamanca en el paseo de Recoletos, puede considerarse exponente perfecto de la “arquitectura isabelina”. En Vista Alegre puso término a los trabajos del Palacio Nuevo, del que ya estaban completados la obra estructural y el pórtico, formado por las grandes columnas reaprovechadas del proyecto de galería semicircular diseñado por Isidro González Velázquez para la plaza de Oriente. En el interior, donde ya había al menos tres alegorías para los techos pintadas por Federico de Madrazo y Kuntz, dispuso estancias como el inexcusable Salón Árabe. Construyó unas Caballerizas, y renovó los jardines y el sistema de riego, disponiendo frente a la fachada principal del Palacio el llamado Parterre, un jardín de setos para ser visto desde el interior de las estancias palaciegas con un trazado organizado alrededor de tres fuentes circulares diseñadas por él mismo.
La finca fue escenario a partir de entonces de frecuentes fiestas y su propietario la utilizó como residencia habitual desde la venta del palacio mencionado del paseo de Recoletos hasta su muerte en 1883. Tres años después, sus herederos la vendieron al Estado.
Actualmente pertenece al Ayuntamiento de Madrid, que desde 2021 ha declarado visitables los jardines. Diseñados por diferentes arquitectos y jardineros a lo largo de diversas épocas, estos forman un conjunto extraordinariamente variado de jardines de sombra, geométricos, de plantas exóticas y de propósito ornamental o rústico de carácter productivo.
En concreto, el itinerario incluye el Jardín Romántico, la Plaza de las Estatuas, la Ría y el Parterre. Los palacios, edificaciones y elementos singulares se encuentran en distintas fases de rehabilitación y su visita será posible una vez finalizados los trabajos.
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1 Publicó la Pragmática Sanción, un decreto adoptado en 1789 por su padre Carlos IV, pero no publicado hasta entonces, por el que se abolía la Ley sálica vigente desde 1713 y se permitía, por tanto, a las mujeres la herencia directa de la corona.
2 En septiembre de ese año, estando Fernando enfermó de gravedad, se sucedieron sobre él las presiones en un sentido o en otro: en un principio parecieron vencer los partidarios de Carlos María Isidro, porque el rey anuló el decreto de publicación de la Pragmática Sanción y abrió paso así a la sucesión a favor de su hermano, pero finalmente prevaleció la opinión contraria, a favor de la futura Isabel II, defendida por los liberales, y el monarca, ya recuperado, restableció el 31 de diciembre el controvertido decreto.
3 En un agitado clima político, se sucedieron distintos Gabinete: en 1832 el de Cea Bermúdez, todavía un absolutista de ideas ilustradas; en 1834 el de Martínez de la Rosa, políticamente acomodaticio, que publicó el Estatuto Real, con pretensiones de Constitución pero en realidad una simple convocatoria de Cortes; al año siguiente, el de Álvarez de Mendizábal, un reconocido liberal que puso en marcha la desamortización de bienes de la Iglesia y su venta en pública subasta; en 1836, el de Istúriz, un liberal muy moderado, que a los tres meses hubo de dimitir tras el amotinamiento de los sargentos de La Granja, donde se había refugiado la regente, y después varios gobiernos moderados, durante los cuales fue creciendo la influencia de los militares.