Publicado el 18 de septiembre de 2024.
La asociación cultural Trotea ha querido recordar la figura del dramaturgo Jerónimo López Mozo, fallecido el pasado mes de junio, con la publicación del texto Historia del teatro breve y algunas consideraciones sobre el microteatro. El texto, que se ofrece a continuación, sirvió como prólogo al librito que recopila los textos ganadores de las cinco primeras ediciones del certamen de textos para microteatro Fernando Luciáñez, organizado por esta misma asociación cultural.
López Mozo, Premio Nacional de Literatura Dramática en 1998 por su obra Ahlán, llevó a cabo una extensa y brillante carrera como autor teatral desde los años 60 del pasado siglo, y formó parte del jurado en la primera edición de este certamen que la asociación dedica al género del microteatro, en el año 2018, según recuerda el propio autor en su prólogo.
El texto repasa la historia del teatro breve en España, desde la Edad Media, hasta la actualidad; e ilustra algunas de sus ideas y aportaciones al género en cuatro páginas que destilan sabiduría y amor por el teatro, y que ahora los socios y amigos de Trotea pueden disfrutar con su publicación en nuestra página web (que permite además imprimir el texto, si se desea).
¡Muchas gracias, Jerónimo!
HISTORIA DEL TEATRO BREVE Y ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL MICROTEATRO
Jerónimo López Mozo
De antiguo, el teatro breve ha gozado de gran predicamento en España. En un reciente artículo dedicado a esta modalidad dramática, el catedrático Javier Huerta Calvo sitúa sus primeras manifestaciones en la Edad Media con la creación de los tropos, textos breves inspirados en los evangelios y escritos en un latín al alcance de todos que, con acompañamiento musical, se recitaban en las iglesias como complemento del texto oficial o litúrgico.
De ellos nacería el drama litúrgico en sus distintos formatos de autos, misterios y ese tipo de alegorías conocidas como moralidades. En su repaso histórico, Huerta menciona los autos viejos del siglo XVI y los autos sacramentales del Barroco y, fuera del ámbito religioso, los desvergonzados y subido de tono juegos de escarnio, que, junto a fiestas grotescas como las del obispillo, la misa del burro, el festum stultorum y los ritos populares propios del Carnaval como los charivaris o cencerradas, las batallas de don Carnal y doña Cuaresma y las actuaciones de juglares y bufones, alumbraron la farsa.
Tomó ésta distintos nombres según el capricho de cada autor, entre los que destacan Juan del Encina, Sebastián de Horozco, Lucas Fernández, Diego Sánchez de Badajoz, Torres Naharro y Lope de Rueda, los cuales bautizaron sus creaciones dramáticas con los nombres de cuasicomedias, églogas, autos, pasos y otros cuyo denominador común era que constaban de un solo acto.
Dignos discípulos de ellos eran Castillo Solórzano y Salas Barbadillo, aunque Cervantes, con sus entremeses, fuera el más distinguido y agradecido. El estudioso sitúa en el siglo XVII la época dorada del teatro breve en España. Más adelante, durante la Ilustración, se sucedieron los intentos por relegarle con el argumento de que se trataba de un género menor del que se podía prescindir por su escaso interés.
Acudieron a su rescate dramaturgos como don Ramón de la Cruz, que alumbraron el sainete y aseguraron la continuidad del género. Representantes ilustres fueron, a principios del siglo pasado, Carlos Arniches y, con otras estéticas y contenidos Benavente, Valle-Inclán y García Lorca.
Tras la Guerra Civil, tomaron el relevo Buero Vallejo, Rodríguez Méndez, Lauro Olmo, Carlos Muñiz, Martín Iniesta, Martínez Ballesteros y otros representantes de la Generación Realista, cuyas piezas rebajaron el costumbrismo que lo impregnaba y ganaron en contenido social crítico.
Vino luego Francisco Nieva, que logró el milagro de fundir tradición y vanguardia. Más cerca de ésta que de aquella estábamos José Ruibal, Martínez Mediero, Alberto Miralles, Miguel, Romero Esteo, Jesús Campos, Sanchis Sinisterra, Eduardo Quiles, Alfonso Vallejo, Carmen Resino y yo.
Vinieron nuevos autores y salvo escasas excepciones cultivaron con éxito el teatro breve. La nómina es extensa: Alonso de Santos, Paloma Pedrero, Carmen Resino, Ernesto Caballero, Luis Araujo, Rafael Gordón, Juan Mayorga, Alfonso Vallejo, Ignacio del Moral, Concha Romero, Alfonso Zurro, Antonia Bueno, Margarita Reiz, José Moreno Arenas, Ignacio Amestoy, Adelardo Méndez Moya, José Ramón Fernández, Raúl Hernández Garrido, Guillermo Heras, Pedro Víllora, Diana de Paco…
Nunca tuve reservas acerca de la importancia del teatro breve. Era consciente del lugar que ocupa en la historia de nuestro teatro. Tampoco en lo personal. La primera de mis obras que subió a un escenario pertenecía a dicha modalidad. Eso sucedió en el año 65 del pasado siglo. Animado por la experiencia, escribí otras, que también fueron representadas y/o publicadas.
No recuerdo bien si en respuesta a un entrevistador o en el coloquio que cerraba una mesa redonda expliqué, y hoy me arrepiento de mis palabras, que veía el teatro breve como un laboratorio de investigación o banco de pruebas para abordar empeños de mayor calado.
La realidad es que jamás he acudido a él con tal fin. Lo hago por gusto, porque me parece un formato adecuado para determinadas propuestas, porque respondo a encargos que me parece oportuno atender y, en raras ocasiones, es el germen para la escritura de alguna obra larga.
De mi querencia por el género da fe que en más de medio siglo dedicado a la escritura dramática, pasan de cuarenta las piezas que responden a ese formato, en algunas de las cuales rindo homenaje a los predecesores que me han servido de guía y estímulo e mi oficio.
No le faltan al teatro breve detractores, algunos de los cuales sustituyen el término breve por el de menor, con clara intención despectiva sin otro objeto que el de rebajar su categoría. Pero son más los que reconocen que es una de las más preciadas joyas de muestro patrimonio teatral y apuestan por su pervivencia. Entre los actuales investigadores figuran, además del citado Huerta Calvo, Virtudes Serrano, Francisco Gutiérrez Carbajo, José Romera Castillo, María Jesús Orozco y Cristina Santolaria.
Casi todos han señalado que desde el último tercio del siglo pasado hasta hoy el teatro breve ha experimentado un notable desarrollo que solo puede explicarse por los incentivos que se han ido creando para su promoción y en buena medida porque escuelas, academias y talleres de escritura dramática suelen recurrir a él como herramienta de aprendizaje.
Entre los incentivos destacan, por un lado, una creciente atención hacia estos textos por parte del mundo editorial especializado en literatura dramática, que acostumbra a reunirlos en volúmenes dedicados a un solo autor o de carácter monográfico o misceláneo.
Por otro, los premios teatrales han jugado un papel promocional importante. A los clásicos Caja España, Barahona de Soto y Margarita Xirgu se sumaron otros como el Ciudad de Requena, Delfín, La Boîte, Doña Mencía de Salcedo o el Ayuntamiento de Santurzi.
Por lo general, el concepto actual de teatro breve está abierto a muchas interpretaciones. No suele coartarse la imaginación de los autores en cuanto a los temas a tratar o a cuestiones que atañan a su posible puesta en escena, aunque, como ha señalado Virtudes Serrano, no todos los creadores aprovechan esa libertad de la que gozan.
En su opinión, abundan las piezas que son fruto de destellos imaginativos o que tienen aire de bocetos, como si hubieran sido escritas a base de breves pinceladas, y también es frecuente que buena parte de los textos sean monólogos, lo que denotaría que algunos creadores asocian el teatro breve con las obras de un solo personaje.
Si los contenidos no son determinantes para establecer qué obras pueden considerarse breves, es razonable pensar que el único criterio a tener en cuenta es el de su extensión. Sin embargo, a la hora de fijarla hay que distinguir entre la del texto y el tiempo que dura su representación, pues a veces sucede que cuatro folios en manos de quien Francisco Nieva llamaba maestro de ceremonias puede convertirse en un dilatado espectáculo.
Yo he vivido esa experiencia con mi obra El testamento, la cual, representada en un mismo escenario por cuatro compañías distintas, tuvo duraciones dispares. Ante la falta de un criterio claro, los autores tratábamos de seguir las pautas marcadas en las bases de los premios teatrales, aunque las diferencias entre ellas eran tan notables que solo lo hacíamos cuando optábamos a ellos. Sirva de ejemplo que mientras el premio Margarita Xirgu de teatro radiofónico fijaba la extensión en veinticinco páginas o la duración de la retrasmisión entre veinticinco y treinta minutos, el Ciudad de Requena señalaba una horquilla que iba de los veinticinco folios como mínimo a los cincuenta como máximo, cifra fronteriza con el teatro de duración normal, lo que en algún caso ha propiciado que una misma obra haya sido premiada como teatro breve y largo.
Ante tal confusión, algunos autores fijaron sus propias normas a la hora de abordar la escritura del teatro breve. Ya en los años ochenta, Eduardo Quiles consideraba que la determinación de su extensión no reside tanto en el número de páginas como que en ellas sea posible contar una historia, perfilar la psicología de los personajes y desarrollar una acción.
En los albores del siglo actual o quizás antes surgieron nuevas variantes de teatro breve que, atendiendo a los nombres con los que fueron bautizadas, apuntaban a un proceso de jibarización del género. Las denominaciones de minipiezas, nanoteatro, pulgas dramáticas, teatro mínimo, del suspiro, de bolsillo o para gente con prisas aludían a ello. Son piezas que no suelen superar las cinco páginas o, en tiempo de representación, los diez minutos.
En resumen, auténticas miniaturas escénicas. Supe de su existencia en 2003, cuando José Moreno Arenas dio a conocer sus pulgas dramáticas, algunas con aroma de greguería ramoniana. Tres años después, bajo la dirección de Alfonso Zurro, se presentó en Sevilla un espectáculo de una hora de duración en el que se representaron sesenta obras de un minuto cada una escritas por otros tantos autores.
Más adelante, las veinticinco habitaciones del hotel Casa Romana de la misma ciudad y de nuevo con Zurro al frente se convirtieron en heterodoxos escenarios que acogieron otras tantas obras cuya duración no superaba los cuatro minutos. En un primer momento asocié estas propuestas a las que, décadas antes, había formulado Samuel Beckett en piezas como Va y viene, de apenas cuatro páginas, y Acto sin palabras o, ya en la de los 80, Joan Brossa en su teatro irregular,
De aquél, me había interesado su visión del silencio como lenguaje dramático y, de éste, que las piezas eran ideas que pretendían estimular la creatividad de los encargados de llevarlas a la escena. Lo que sucedió es que, a medida que pasaba el tiempo, proliferó el número de autores que se inclinaron por estas fórmulas aparentemente sencillas cuyos resultados estaban lejos de lo esperado.
Se percibía una banalización que situaba lo que pretendía ser un experimento literario en un intrascendente juego de palabras. No era oro todo lo que relucía y con frecuencia se concedía el rango de pieza teatral a lo que no pasaba de ser un chiste escenificado o un gag. Me parecía que la vida de ese formato sería efímera o, en el mejor de los casos, su práctica quedaría reservada a unos pocos.
La aparición en 2009 de una nueva modalidad de teatro breve bajo el nombre de microteatro se presentaba, atendiendo al significado del elemento compositivo micro-, como una nueva variante de ese minimalismo para el que yo no veía futuro. Pronto supe que la nueva etiqueta remitía a una brevedad no tan extrema y, en su cota más alta, proponía una extensión que la alejaba de las fronteras del teatro largo. El número mágico era el quince.
Su creador fue el dramaturgo, cineasta y narrador Miguel Alcantud, quien no actuó movido por los aspectos literarios del género, aunque los tuviera en cuenta, sino por su empeño en encontrar formas de producción que sirvieran de trampolín profesional a autores, directores y actores.
Su idea era que los textos no excedieran de quince páginas, pero también que esos fueran el máximo de metros cuadrados ocupados por el escenario y el espacio reservado al público y que éste no superara la quincena de espectadores. El microteatro recibió su bautismo de fuego en un local de la calle Ballesta de Madrid que antes había sido destinado a prostíbulo. Cada una de sus diez habitaciones se convirtió en un escenario, lo que permitía que varias obras fueran representadas simultáneamente. El éxito fue absoluto y de ahí saltó a otros lugares.
En el verano de 2018, la Asociación Cultural TROTEA convocó un certamen de textos teatrales cuyas bases asumían las reglas que rigen el microteatro. Tuvo buena respuesta por parte de los autores y la representación de las obras premiadas respondió a las expectativas creadas tras la deliberación del jurado, del que formé parte en aquella primera edición. Siguieron otras ediciones con idéntico resultado.
Confieso que borraría de la convocatoria aquellas cláusulas que, aún necesarias por razones obvias, recomiendan que el número de intérpretes sea reducido, que también lo sean los gastos de montaje y que el espacio concebido para la representación no rebase ciertos límites.
Mantendría, en cambio, las que estimulan a los creadores a cultivar el género que quieran y señalan que la originalidad y la actualidad de los temas propuestos serán valorados positivamente y aún añadiría otra relativa a la calidad literaria. En todo caso, mis reparos no ponen en cuestión la existencia del microteatro, al que considero un apéndice del teatro breve clásico, útil para la formación de autores, proveedor de materia prima para los profesionales de la escena y excelente reclamo para captar nuevos públicos.