Publicado el 14 de febrero de 2023.
Como continuación de nuestro I Concurso de microrrelatos, desarrollado en 2021, el 9 de octubre de 2022 convocamos el II Concurso. Abierto exclusivamente a los socios, tan solo se exigía que los textos cumplieran dos requisitos: a) tratarse de relatos muy breves (una página como máximo), es decir, obras en prosa de carácter ficcional, que narrasen una historia sirviéndose en su caso de la elipsis, y b) empezar por las palabras: “Después de unos días tranquilos, llegó Julio”. No había más limitaciones.
Hasta el 30 de noviembre, fecha límite de admisión, recibimos 8 textos. Al igual que en el I Concurso, los transmitimos de forma anonimizada a Mila Bueno para que, bajo su asesoramiento, los asistentes a nuestra Tertulia literaria (“La Lectomotora de Mila Bueno”), que con tanto acierto está dirigiendo, eligieran los tres ganadores. Así lo hicieron.
Los premios se hicieron públicos en la Asamblea anual celebrada el domingo 12 de diciembre. En ella, Mila expresó su agradecimiento a los autores de las obras presentadas, comentó que la decisión se había adoptado por votación de los asistentes a la Tertulia y leyó los resultados. El primer premio correspondió al relato La gloria del barrio, el segundo a Una conquista difícil, y el tercero a Después de unos días tranquilos.
Consultados los datos correspondientes, los ganadores resultaron ser:
- Primer premio: La gloria del barrio, de Luis Martínez del Amo (con lo cual repite el galardón ya obtenido en el I Concurso).
- Segundo premio: Una conquista difícil, de Ángeles Aragón.
- Tercer premio: Después de unos días tranquilos, de José Antonio Saura.
Los premios, tal como se indicaba en la convocatoria, consistieron en tarjetas-regalo de una librería prestigiosa para canjear por libros de libre elección, por importe de 100 euros para el primer premio, 75 euros para el segundo premio y 25 euros para el tercer premio.
Nuestro agradecimiento a todos los que tuvieron la generosidad de enviarnos sus obras. Pensamos que la mejor forma de hacerlo es ofrecer la publicación de todas ellas: no solo las tres ganadoras, sino de todas, tal como se anunciaba en la convocatoria. Podéis leerlas a continuación:
Primer premio: La gloria del barrio, de Luis Martínez del Amo
Después de unos días tranquilos, llegó Julio. Y todo cambió con su llegada. El nuevo monitor de ‘spinning’ arrumbó las viejas clases, donde solíamos pedalear cinco o seis participantes a un ritmo octogenario, sobre las bicis estáticas. Julio trajo consigo una suerte de renacer; no exento de daños colaterales; letales, en algunos casos.
Yo me había apuntado a las clases de ‘spinning’ o bicicleta estática, atraído por la posibilidad de desentumecer las piernas en un ambiente tranquilo. Así, pensaba curarme o, al menos, aliviar el daño que un baño en el mar me había producido en una rodilla, debido a un extemporáneo intento de trepar por las rocas, haciendo palanca con la pierna.
Una lesión que me obligaba a retirarme, pensaba yo entonces, de toda actividad al aire libre. Y recluirme en un gimnasio, a esperar a la muerte, al ritmo sosegado que marcaban los pedales de mi estática montura.
Después de unos meses de dulce melancolía, en los que languidecí en la mortecina sala, mi rostro ausente bañado por la electrónica luz de un televisor, siempre encendido, y acunados mis oídos por el mecánico sisear de cinco o seis velocípedos, hermanados con el monótono zumbido del acondicionador, Julio irrumpió, para cambiarlo todo.
Como una premonición, su llegada vino precedida de un violento huracán. Un vendaval otoñal que llegó a doblar, como mimbre, los tristes arbolitos que sobrevivían en las aceras del barrio. Y que, con ardor bíblico, prefiguró su restallante presencia.
Envuelto en una camiseta azul eléctrico, su voz de trueno nos sacó del letargo. Sus consignas motivadoras conseguían traspasar, increíblemente, el espeso muro de sonido que Julio levantó, conectando unos potentes altavoces, por donde salía una música que nos recordaba nuestros días de gloria, en las discotecas del extrarradio, donde manadas de adolescentes ponían cada fin de semana su corazón en éxtasis.
Sonidos que Julio nos recuperó, a costa de exigirnos hasta la última gota de sangre sobre nuestras monturas. Y que muy pronto hallaron un nutrido grupo de seguidores, donde no faltó un siniestro personaje, que, desde la última fila, distribuía pastillas de colores, para que nada faltara a esta fiesta cotidiana.
Una celebración diaria, asentada en el gimnasio del barrio, donde Julio pasó a reinar, como un profeta, nimbada su cabeza por una fosforescente cinta para su abundante cabello, y envuelto en un halo de misterio, mística y sudor, que tan bien casaba con nuestras escasas pretensiones.
Tres compañeros sucumbieron en el intento. Pero yo sigo vivo. Invicto sobre mi montura. Sufriendo cada tarde para alcanzar ese momento. Ese instante en que la vida no importa. Y en el que, llevado por el vozarrón de trueno de nuestro monitor, y estimulado por las trompetas electrónicas y el grave son de ultratumba del infrahumano bombo, Julio nos traslada a una adolescencia imposible, revivida a diario en medio de la monotonía del barrio. Y nos hace acariciar el certero momento de plenitud, en que el pensamiento se detiene, y paradójicamente todo cobra sentido, escaso, pero firme, cuando al unísono, los vecinos, de la mano de Julio, y en tremendo subidón, sin mirarnos apenas, sin ganas de intimar, perpetuamente desconocidos, alcanzamos todos juntos, entre lágrimas y sudor, algo parecido a la eternidad en la sala de ‘spinning’ del gimnasio de mi barrio.
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Segundo premio: Una conquista difícil, de Ángeles Aragón
Después de unos días tranquilos llegó Julio. Se puso el esmoquin y los zapatos de charol que eran un talismán para él y sin los que nunca iniciaba una conquista, tomó un taxi y fue directo al edificio de la carretera de la Coruña donde la habían instalado.
Como tenía por costumbre, la observó actuar con otros antes de abordarla, pero eso lo hacía sentirse cada vez más confuso. Las reacciones de ella no se correspondían con nada de lo que había aprendido hasta entonces. Empezó por el método más fácil, llevarle la contraria, pero no consiguió nada. Sus esfuerzos se estrellaban una vez y otra contra una determinación que rayaba en tozudez. Se retiró varias veces, decepcionado, aunque siempre dispuesto a volver y seguir con el asedio.
En los meses siguientes probó uno a uno todos los trucos con los que antes o después había conseguido vencer la resistencia de otras. Nada. Alguna vez le otorgaba sus favores, pero era solo por unos instantes, para enseguida volver a un comportamiento caprichoso que resistía cualquier análisis lógico.
Julio se obsesionó y empezó a pensar en ella día y noche hasta que, desesperado, eligió un método que nunca le había dado resultado: seguirle la corriente y ponerlo todo donde ella señalaba. Y entonces, para su sorpresa, ella cedió y empezó a darse con una generosidad que logró que él le fuese eternamente fiel. Porque para Julio ya no había otra ruleta en el mundo que se pudiese comparar con la ruleta del Casino nuevo de Madrid.
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Tercer premio: Después de unos días tranquilos, llegó Julio, de José Antonio Saura
Terminando el mes, el agua era cálida y también de color verde. La arena quemaba y a la vez resplandecía.
El reloj, que nunca se detiene, dictaba la hora fatídica, podía ser cualquier hora, pero marcaba por capricho o quizás por el destino, las seis y cuarto de la tarde.
En el hospital espera un sobre de color blanco, puede ser que inmaculado. Dentro de él los resultados, fuera la normalidad, risas y espera, pero también ignorancia.
El tiempo detenido, el sobre cerrado, de repente un trueno suena, estamos en enero, tarde oscura, noche cerrada. Cómo pudo suceder, pasó en apenas un instante o quizá un suspiro.
Son las seis y cuarto de la tarde. Fuera llueve, el viento corta.
Alguien rasga, una voz lee. Se oye un lamento apenas perceptible y seguidamente silencio.
El mar ondulante, las olas levantan espuma, choques, sonidos diáfanos, más oscuridad, caras tristes, rostros apagados, cabezas bajas.
Sobre sigue cerrado, no te abras, que nadie te toque. Si siguieras sellado estaríamos en Julio, calor y color, día pero también noche. Niños jugando, castillos en la arena.
El tiempo no se detiene, el sobre debe de abrirse.
La tinta se seca, el alma se nos muere.
Después de unos días tranquilos, llegó Julio.
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La desigualdad seguía allí, de Fernando Díaz de Liaño
Después de unos días tranquilos, llegó Julio al lugar de celebración de la tertulia, y, con voz queda y farfullando, relató que cuando había despertado esa mañana se encontró con una luminosa placa, ubicada encima de una mesilla de noche. Tras la indiferencia mostrada ante ello por los contertulios y para que pudiesen calibrar la magnitud del suceso, ya que, sin ninguna duda, se trataba de un suceso, añadió que la refulgente placa guardaba, como una suerte de lema, una sola palabra y ésta era la de DESIGUALDAD, así, con mayúsculas, lo que resultaba, se comprenderá fácilmente, profundamente irrespetuoso e intrínsecamente perverso cuando aquí no se discriminaba a nadie. De cualquier forma, y antes de proseguir con esta narración, conviene decir que Julio, que disfrutaba de una desahogada posición económica, había defendido vehementemente tiempo atrás, en el mismo auditorio y cuando la sociedad estaba inmersa en plena pandemia, e incluso después de la misma, que la Humanidad -siempre sabia en la lectura de las consecuencias de acontecimientos acaecidos- iba a salir, sostenía, fortalecida tras tantos padecimientos sufridos y que la condición humana se comportaría mejor, de forma más solidaria y alumbrando un contexto social más igual y justo.
El caso es que los contertulios, después de su relato, todos a una, le argumentaron que, desafortunadamente, la DESIGUALDAD -cual fantasma que recorre el mundo- habíase incrementado en la actualidad, ampliándose la distancia (en una, sin duda, particular interpretación/traslación del concepto de la distancia física a mantener durante la pandemia) entre “los de arriba” y “los de abajo”, originándose, de esta guisa, no pocas ronchas en el principio de la igualdad de oportunidades y aumentándose los niveles de pobreza y los riesgos de exclusión social de la población. Concluían, en fin, que lo que procedía era que los poderes públicos adoptasen urgentes medidas de redistribución social y territorial de los caudales públicos en aras a la consecución de una mayor igualación entre, sí, y perdón, ay, por los términos, las clases sociales.
Pero Julio persistía, erre que erre, con su tema y se preguntaba cómo era posible que la placa de marras, en technicolor, hubiera aparecido, portando tan indignante slogan, en su dormitorio en el que nadie, salvo él, había entrado. Entonces los integrantes de la tertulia, le señalaron que el supuesto que le desasosegaba no era tan raro, ya que hoy, en la era digital, que no analógica, las ciencias adelantan que es una barbaridad y con la robotización y la inteligencia artificial, las máquinas y los objetos pueden gozar de la autonomía suficiente como para rebelarse de su pasiva condición, expresando sus posiciones, y reivindicaciones, constituyéndose hasta en motores para la activación de nuestra conciencia. Mas, explicación inútil, se mostró Julio mucho más que escéptico, negacionista, se diría, ante tales afirmaciones y aterrorizado por la amenaza de una sociedad dominada por las máquinas y por los objetos en los que venía a alojarse, entendía, la soberanía, abandonó, incrédulo, la reunión, con la mirada perdida y murmurando.
Cuando al día siguiente despertó, muy de mañana, la centelleante placa, colocada encima de la mesilla de noche, que incorporaba la voz DESIGUALDAD, seguía todavía allí.
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La vida de los peces, de Isabel Villena
Después de unos días tranquilos, llegó julio. La casa de la playa, que por tan breve lapso de tiempo había sido mi refugio y lugar de recogimiento, se revolucionó con el alboroto de los nuevos habitantes.
Mis primos son esbeltos y atléticos, como es propio de gente que se alimenta bien y hace mucho ejercicio físico. Sensuales y prácticos, son poco dados a la lectura y a otras aficiones sedentarias. Además de los deportes acuáticos, la gastronomía es su pasión, aun diría su obsesión, y eso hace que dediquen bastante tiempo a pensar y preparar los platos. A menudo me piden que los acompañe a la plaza de abastos, donde recorremos los puestos escogiendo el pescado fresco que formará parte del menú. Si este va regado con vino, el momento de la sobremesa se prolongará con una conversación jovial, a condición de que sea intrascendente.
No es que me desagrade todo eso. Me propongo no desentonar, integrarme en sus costumbres. Cuando me quiero dar cuenta, no me reconozco. Es como si me convirtiese en otra persona. Ahora no podría escuchar la música que me gusta. Ni me acuerdo de los auriculares abandonados en un cajón del escritorio. La lectura que me tenía absorbida estos días pasados, un ensayo de Camus, languidece sin abrir en la mesilla de noche de mi cuarto.
Nadamos en la ría cerca de las mejilloneras, donde el agua se enturbia por la abundancia de plancton. He de admitir que me gusta esa impresión de vida que burbujea. Otra cosa que adoro es sentir la tirantez de la sal en mi piel, así que después del baño demoro el momento de ducharme y vestirme. Quizá sea esta manía la causa de una ictiosis que vengo notando en las piernas. Unas escamas rebeldes a cualquier loción hidratante que, al principio, interpreté como una señal. Pero a las pocas semanas me había acostumbrado y no volví a pensar en ellas.
Incluso en los días tórridos de julio la temperatura del agua es muy fría en Cabomistral, y enseguida se te entumecen los dedos y la lengua. Ese torpor termina resultando placentero; hace que la mente se adormezca también un poco y se depure así de todo pensamiento ingrato.
He empezado a notar también una viscosidad entre los dedos, que me cuesta separar, como si estuviesen trabados por membranas. Al zambullirme en el agua, ya no me sorprende comprobar lo mucho que aguanto sin respirar el aire de la superficie. Percibo el vacío mental que me invade y siento que una fuerza poderosa hala de mí hacia el frío abismo. Me tienta dejarme ir: a fin de cuentas, no está tan mal la vida de los peces.
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Milicianos en mi pueblo, de Ángeles Aragón
Después de unos días tranquilos, llegó Julio. No iba solo, llegó con un montón de milicianos, pero lo que distinguía a Julio fue que se instaló en casa de mi abuela.
En mi pueblo, un pueblo de Castilla, en nuestra guerra, se repartían a los milicianos por las casas. A los más ricos, que tenían más sitio, les tocaban más. En casa de mi abuela había tres. Julio era el tercero.
Los milicianos llegaron a mi pueblo desde muchos lugares distintos. Julio venía de Ciudad Real. Los catalanes eran los más cultos. Muchos andaluces, cuando venían a mi pueblo, empezaban a ir a la escuela para aprender a escribir a sus madres, sus mujeres o sus novias.
En mi pueblo algunos milicianos aprendieron a escribir en la guerra. Otros no; otros ya sabían o murieron antes de llegar a aprender.
Algunos murieron sin haber escrito nunca a sus madres, mujeres o novias.
Murieron en la guerra, en nuestra guerra.
Un tío de mi madre también murió en la guerra.
El tío de mi madre no era andaluz, pero tampoco sabía escribir.
Julio sí, Julio sabía escribir y no murió en la guerra. De hecho, se casó con mi madre.
Pretérito perfecto, de José Luis Díaz de Liaño
— Después de unos días tranquilos, llegó Julio.
— ¡Ah!, sí, sí. Ya hace calor. Y en esta semana, aún más. Por cierto, no se dice “llegó”, sino “ha llegado”. Se trata de algo que no ocurrió puntualmente en el pasado, sino que se prolonga en el presente. Ya sabes: lo del indefinido y el pretérito perfecto.
Vaya, pensó ella. “Pretérito perfecto”. Perfecto, eso es. Como siempre. La última palabra. Y punto en boca. Claro que en este caso quizá tuviera él razón. No recordaba que hubieran hablado sobre el asunto, pero últimamente le ocurría con frecuencia. Le fallaba la memoria. ¿Quizá lo comentaron aquel día que…? Lo dejó. No era cuestión de porfiar. Cambió de tema.
- Voy a comprar el regalo, ya sabes.
- ¡Ah! Muy bien, ya quedamos. ¿Tardarás mucho?
- No, espero que no.
El caso es que le sonaba algo. Sí, sí. Habían tratado la cuestión (bueno, la había tratado él), pero no conseguía recordar mucho más. Hacía tiempo que no estaba en su mejor momento. El cansancio y todo eso. En un instante, perdió las ganas de salir. Total, no era urgente, podía dejarlo para mañana. Pero a él no le sentaría bien. Si uno se compromete a una cosa, le decía, hay que cumplirla. Sus pensamientos se vieron interrumpidos.
- No te entretengas, porque aprieta el sol. Y luego te quejas. Además, recuerda que…
No oyó lo que seguía. ¿Qué tenía que recordar? Se sintió invadida por una especie de agotamiento. Se le aflojaron los hombros, ahogada por el desaliento. Miraba al frente, sin ver nada. Tenía que salir, que irse, pero algo se rebeló en su interior. Debía enmascarar la huida, aparentar algo digno. De pronto, pareció encontrar una solución. O al menos un asidero al que agarrarse. Habló con voz calmada, aunque un punto temblorosa.
— Bueno, no me he expresado bien. Cuando hablé de la llegada de Julio me refería a nuestro sobrino, no al mes del año.
Al fin lo había dicho. Hizo ademán de volverse. Despacio, sin ruido.
Un extraño suceso, de Leonardo Bermejo
Después de unos días tranquilos, llegó Julio y me acosté satisfecho de haber acabado con mi trabajo sobre el largo siglo XIX en España y comencé a soñar… Me encontraba sentado en La Máquina del Tiempo, de mi admirado escritor británico Herbert George Wells. Miraba los botones y relojes de aquel monstruo de metal; excitado por lo que tenía delante y mientras miraba las instrucciones de la Máquina percibí, de reojo, que junto a mí, pero fuera de la máquina, me observaba una hermosa mujer, que yo conocía muy bien: era Clío, la musa de la Historia (hija de Zeus), que estaba acompañada de su hermana Mariclío, un escurridizo personaje creado por don Benito Pérez Galdós en su último Episodio Nacional.
Saludé a ambas y les expresé mi más respetuosa admiración, hacia ellas y hacia don Benito, pero no me hicieron mucho caso. Simplemente, con voz típica del Olimpo, la musa Clío me dio un sencillo consejo que me animaba a colocar los mandos de La Máquina en una fecha y un lugar conocidos pero no vividos: 15 de abril de 1931, Madrid, Plaza de Cascorro. Aunque un poco asustado, porque sabía que me enfrentaba a un viaje por los caminos de un cercano pasado, decidí hacerla caso y comencé a poner los relojes en aquella fecha y en aquel lugar, pero no pude proseguir, porque de repente Mariclío, retirando bruscamente mis manos de los artilugios de La Máquina,me dijo:
No escuches a Clío; ella te conduce a la continuidad de lo que has escrito y has contado a mucha gente sobre el siglo XIX y principios del XX; todavía no aprietes los botones de La Máquina; te está proponiendo un tiempo y un lugar que te obligará a vivir la vida de tus padres y de tus abuelos. Sufrirás, vivirás una guerra civil y chocarás con tus propios miedos y contradicciones; además, no podrás objetivar lo que veas y será insoportable porque verás sufrir a los tuyos y a muchos españoles que has conocido en tú vida real posterior y a otros los verás morir en esa guerra.
Sosiégate y escucha lo que te digo: prepara La Máquina para viajar hacia el lejano siglo XVI. Te aconsejo que la uses para aparecer el 30 de junio de 1598 en Madrid. En esa fecha saldrás del viejo Alcázar de Madrid y comenzarás una apasionante aventura acompañando al cortejo que lleva la silla-tumbona donde yace enfermo, dolorido y sin remedio el rey Felipe II. Recorreréis el camino hacia su morada favorita: el Monasterio-Palacio de El Escorial; saldréis de Madrid, la ciudad que él eligió como capital del imperio español, descansaréis en la Torre de Lodones, pararéis a dormir en lugares resguardados y frescos, pasaréis por el collado de Villalba, y teniendo en cuenta el cuidado y precauciones que habréis de tomar para mover al doliente monarca tardaréis seis días en llegar al grandioso Monasterio.
Después de dos meses de padecimientos, y ya en su habitación del Monasterio, verás agonizar y morir al rey más poderoso de Europa; ocurrirá a las cinco de la mañana del 13 de septiembre de 1598, y a partir de ahí acompañaras a su heredero Felipe III a lo largo de los 23 años de su reinado y continuarás tú aventura reprogramando La Máquina, para vivir los reinados de Felipe IV, Carlos II y Felipe V. Al fallecer este último rey (primer rey español de la dinastía borbónica) vuelve a donde hayas escondido La Máquina y regresa al presente; habrás conocido un mundo distinto, convulso y apasionante, que te habrá hecho más sabio y más tolerante con tus coetáneos.
Parecía un buen consejo, pero no me terminaba de decidir hacia cuál de los dos trayectos del pasado debía programar La Máquina. Y en esa duda me encontraba cuando desperté de mi sueño. ¿Qué hacer? Ahora tendría que decidir cuál de los viajes me interesaba más y encima lo debía hacer despierto y solo, caminando a través de los libros, artículos, imágenes, etc. que poseo o que me prestarán mis amigos y algunas bibliotecas. Sin embargo, al espabilarme del todo comprendí el acertado consejo de Mariclío. La decisión ya estaba tomada: debía estudiar cómo se había producido la decadencia del imperio español y sus consecuencias, ese era el reto. Pero para ello necesitaba emprender el viaje -virtual- por el final del siglo XVI, atravesar el XVII y llegar hasta mediados del XVIII. Y ahí comenzó mi emocionante y real aventura…