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'Hacer asociación' en las Merindades: excursión al origen de CastillaPublicado el 8 de julio de 2019. No viajamos para recordar. O no deberíamos hacerlo. Los recuerdos (una experiencia, un paisaje, un tiempo) pertenecen al pasado y la intención de servirnos vicariamente de un viaje para traerlos al presente es ilusoria. Ni las experiencias, ni los paisajes, ni los tiempos pueden volverse a vivir. En los viajes no hay compartimientos para el recuerdo. Sí los hay, en cambio, o puede haberlos, para el descubrimiento. Por eso, un viaje a una comarca tan poco conocida como las Merindades (“¿dónde está?”), ofrece posibilidades redobladas de descubrimiento. Tanto más si lo que queremos descubrir no es una geografía, sino una historia. Así, el día de la partida, ya montado en el autocar, el viajero se siente un tanto anhelante. Y cuando, minutos después, se inicia la marcha, todo parece propicio: buen tiempo, conversaciones de amigos, preguntas abiertas que no esperan respuesta… Durante el primer tramo, el paisaje tan familiar de la Meseta, una sucesión de páramos rodeados por los sistemas montañosos situados al fondo y salpicados de campiñas, contribuye a una sensación de cotidianeidad. El espíritu, esponjado y libre, se siente adolescente: el espacio se abre sin trabas y el tiempo parece infinito. Casi cuatro horas después, la primera disrupción. Aparece al frente un macizo montañoso de imponente aspecto, los Montes Obarenes, solo franqueables por estrechos pasos. Por uno de ellos, el de Pancorbo, discurre la carretera, encajonada entre altas paredes graníticas. Lo hace, nos dice el Diccionario de Madoz, de mediados del siglo XIX, “entre dos elevadísimas colinas al N y O, que por espacio de un cuarto de legua forman, con el camino y el río por medio, una extraordinaria garganta tan pintoresca a la vista como admirable y sorprendente para cuantos por primera vez la contemplan”. Es además el paso natural entre el País Vasco y la meseta castellana, y al rebasar Pancorbo se agolpan en la memoria del viajero unos cuantos términos cuyo significado empieza entonces a comprender realmente: vascones, Bardulia, Castilla… Recuerda así que en algún momento anterior al siglo IX empezaron a llegar a este territorio, procedentes del norte, gentes de Cantabria y de las tierras vasconizadas, empujadas por un aliento repoblador lo bastante fuerte para hacerles olvidar la seguridad que sus abrigos en la cordillera les brindaban contra la amenaza de los musulmanes. Se asentaron en los valles septentrionales y orientales de la actual provincia de Burgos, en la ribera derecha del Ebro, es decir, en la Vardulia o tierra de los várdulos, “que ahora se llama Castilla” (Vardulies qui nunc voccitatur Castellae), según la Crónica de Alfonso III de León. Es discutible esta mención de los várdulos, posiblemente un rasgo de erudición gratuita de la Crónica para referirse a un pueblo prerromano de la zona y que sin duda ya había desaparecido, pero es reveladora la referencia a Castellae, “tierra de los castillos”. El viajero toma conciencia, pues, de que Pancorbo marcaba el límite meridional de la línea de defensa establecida por los cristianos frente a los musulmanes a mediados del siglo IX. Y de que se está adentrando en las tierras originarias de Castilla. Este nombre (in territorio Castellae) aparece por primera vez en un diploma anterior, del año 800, en el que se reseña la fundación de una iglesia en el lugar de Taranco, en el valle de Mena, en plenas Merindades. Por supuesto, es una datación discutida, ya que puede tratarse de una falsificación realizada tiempo después en el monasterio de San Millán de la Cogolla, pero en todo caso hay acuerdo en que Castilla se fue formando como entidad política desde mediados del siglo IX, cuando los reyes de Asturias, y luego de León, fueron delegando el gobierno de sus “marcas”, o territorios fronterizos, entre ellos esa originaria Castilla, a miembros de su propia familia a cambio de su fidelidad. Dos siglos después del primer conde, Rodrigo, figura histórica a quien se atribuyen hazañas legendarias, aparecen en las crónicas las primeras referencias a un personaje que sería decisivo: el conde Fernán González. Tras reunir en su persona varios condados menores y formar el gran condado de Castilla, a lo largo de los años adoptó frente a su señor, el rey de León, una actitud de rebeldía que, sin llegar a quebrar el vínculo de vasallaje, concluyó en el reconocimiento de una autonomía corroborada por la facultad de transmitir el condado por herencia. Este carácter reconocidamente “díscolo” de los castellanos (Castellae vires per sacula fuere rebelles, diría después Alfonso VII), enmarcado por lo demás en las corrientes de fragmentación del poder real propias de los albores del feudalismo, presentaba, desde un punto de vista distinto, la otra cara de la moneda: frente a la ambición “imperial” del reino de León, Castilla tomó sobre sí la carga de la lucha contra los musulmanes. Una pieza esencial en esa estrategia fue la decisión del siguiente conde, Garci Fernández, de duplicar hasta 500 o 600 el número de caballeros, al conceder privilegio de infanzonía a los caballeros villanos, es decir, a los hacendados de origen no nobiliario que podían servir con un caballo en la guerra. El condado de Castilla quedaba así mejor preparado para la lucha contra los musulmanes y eso explica que en 1065 el rey Fernando I de León, al dividir sus tierras en testamento, dejara Castilla como “reino” (ya no como condado) a su primogénito, Sancho II el Fuerte. Que fue, pues, el primer rey de Castilla. Con este personaje (mejor: con sus restos) se va a encontrar el viajero en la primera parada de la excursión: Oña, una hermosa villa situada en el límite sur de las Merindades, en plenos Montes Obarenes. Después de cruzar el puentecillo sobre el río Oca, tributario del Ebro, y tras tomar una reconfortante comida, se llega a la plaza Mayor, dominada por dos siluetas de poderoso dibujo: la iglesia, en lo alto de una escalinata, con aspecto de fortaleza, y el antiguo monasterio, de fachada renacentista. El origen del conjunto se encuentra en la fundación, en 1011, de la abadía de San Salvador por un hijo del antes mencionado Garci Fernández. Se trataba del conde Sancho García, coetáneo y sucesivamente tributario y contrincante de Almanzor, y conocido como el de los “buenos fueros” por su política de tensión por el oeste (con León) y de amistad por el este (con Navarra). La bondad del clima, la abundancia de agua, el agradecimiento a las gentes de la vecina comarca de la Bureba por la fidelidad que le habían tributado, la voluntad de crear un panteón familiar y el designio de ceder un monasterio como abadesa a su hija Tigridia se han aducido como las causas de la erección del recinto. Sea lo que fuere, este se dotó como abadía dúplice, es decir, habitada por monjes y monjas (estas últimas, llegadas de San Pedro de Tejada, que luego conoceremos), según una práctica que hoy nos sorprende pero que no era infrecuente en la época. El primer cambio en la regla del cenobio se produjo pocos años después, al ser expulsadas las monjas a favor de los benedictinos, que permanecieron durante ochocientos años. El aspecto actual del recinto, que combina la severidad del románico de transición con la adustez de una fortaleza, se debe a la decisión de levantar a su alrededor una muralla defensiva, hoy demediada, tras el saqueo perpetrado en 1367 por las fuerzas del príncipe de Gales (el Príncipe Negro) en su retorno a las costas inglesas tras ayudar a Pedro I el Cruel en su lucha contra Enrique II de Trastámara. En los siglos siguientes Oña mantuvo su importancia como centro religioso, ya que a las 70 iglesias y más de 50 villas y lugares incluidos en la dote fundacional se fueron agregando otros más, hasta superar los 300 núcleos de población. El final de esta prosperidad llegó en el siglo XIX, con la desamortización y la división del recinto: la iglesia (con la sacristía, la sala capitular y el claustro) se asignó al Arzobispado de Burgos, al cual sigue perteneciendo, mientras que el recinto monacal (celdas, espacios comunes, huerta y piscifactoría) se vendió en pública subasta a un particular, luego (en 1880) pasó a la Compañía de Jesús y en 1968 finalmente a la Diputación de Burgos, su titular actual, que lo tiene abandonado. En la visita programada a la iglesia, el viajero se siente sobrecogido por la espaciosidad de la nave central y las dos laterales, la magnificencia del órgano barroco en el crucero y lo atrevido de la capilla mayor. Llaman la atención en esta la magnífica bóveda, la sillería coral gótica, el exuberante retablo mayor barroco y, sobre todo, los panteones condales y reales, construidos en el siglo XV en madera (gran novedad) en estilo gótico mudéjar. Ahí se encuentran los restos, entre otros, de Sancho García, el fundador de la abadía, de su hija Tigridia y de Sancho II el Fuerte, primer rey de Castilla, asesinado por Bellido Dolfos y, a su muerte, trasladado al cenobio por su alférez, el Cid Campeador. Tras un fugaz recorrido a pie por las antiguas huertas del monasterio, hoy convertidas en ameno paseo al costado de una piscifactoría, el autocar sigue hasta Miranda de Ebro. Allí se encuentra el hotel, en las dependencias de un antiguo convento franciscano, quizá para que los viajeros no acaben de desconectar del todo del pasado que han podido rememorar hasta ahora. Miranda, que fue importante nudo ferroviario, sigue siendo un activo centro viario y comarcal y mantiene una bulliciosa vida. Al atardecer, tras cruzar a pie el puente sobre el Ebro y seguir el recorrido hasta el centro, el viajero confiesa sentirse un poco papanatas: ha leído que un mirandés, Agustín Zamarrón, ha presidido hace unos días la Mesa de Edad en la sesión de constitución del Congreso de los Diputados y, recordando su figura valleinclanesca y la seriedad de sus afirmaciones, piensa si podrá tropezar con él. No es así, por supuesto, pero sí le llaman la atención algunos rasgos (acento, aspecto físico, rotundidad) de las personas con las que se cruza. “Me recuerdan a Euskadi”, comenta alguien. Y, lejos de toda pretensión antropológica, vuelven los recuerdos sobre el poblamiento medieval de esta zona y sobre su propia ubicación geográfica: Miranda de Ebro está a 25 km de Haro (Rioja), a 49 km de Vitoria-Gasteiz y a 80 km de Bilbao. Un auténtico nudo de comunicaciones y crisol cultural. Para la jornada siguiente se ha programado un recorrido por las tierras de las Merindades y el programa está muy cargado. Nada más cruzar el límite meridional de la comarca tiene lugar la primera parada: la ermita de San Pedro de Tejada. El antiguo cenobio debió construirse a mediados del siglo IX, es decir, en la época “constituyente” de Castilla, la del primer conde, Rodrigo, y además se incluyó en la dote fundacional de la abadía de Oña, a la que nos hemos referido, por lo que su historia está unida a la de esta. Pero lo que queda actualmente es solo la iglesia, algo posterior, del siglo XII. Enclavada en una finca de propiedad particular, lo que obliga a la presencia de una guía privada, yergue su airosa silueta en un grato paisaje. La hermosa torre, con dos cuerpos y ángulos achaflanados, se levanta sobre el crucero. El interior, con planta de cruz, es de una sola nave con bóveda de cañón, mientras que el crucero se cierra con una cúpula que acrecienta la sensación de esbeltez. En el exterior, muy bien conservado en general, todo tiende a destacar la verticalidad. La portada principal es abocinada y remata con un friso, en el que se representa a Jesús con los apóstoles, un león atacando a un hombre y una Última Cena. Un tejaroz situado encima se adorna con canecillos, que rodean además todo el exterior del edificio y que constituyen una muestra perfecta de la variada iconografía típica del románico. La parada siguiente es Medina de Pomar: una población que fue el centro neurálgico de las Merindades hasta la concesión de la capitalidad a Villarcayo en el siglo XVI y que ilustra muy bien el origen y las características del estamento nobiliario en la Edad Media. El viajero reflexiona acerca de la confusión sobre términos como “noble”, “hidalgo” o “caballero”, que presentan además varias acepciones cuyo significado ha ido variando a lo largo del tiempo. Recuerda que pertenecen a la nobleza, evidentemente, quienes tienen un título nobiliario (en España, los de duque, marqués, conde, vizconde, barón y señor con título de noble del Reino, más otros títulos reconocidos, como los pontificios). Y también quienes son nobles “por linaje o sangre”, sin necesidad de título, es decir, los hidalgos. “Hidalguía es nobleza que viene a los hombres por linaje”, según el código de las Siete Partidas, por lo que se reservaba esta condición a “homes de buen linaje, que se guardasen de facer cosa por que podiesen caer en vergüenza”. En compensación, se les concedían privilegios como la exención de pago de impuestos. Lo que sucedió es que, ante las necesidades militares impuestas por la Reconquista, se concedió la caballería (“caballeros”) a personas calificadas en reconocimiento por los servicios prestados y, más adelante, a quienes tenían los recursos necesarios para costearse el oficio de las armas a caballo, a cambio de privilegios análogos a los que disfrutaban los hidalgos. Aunque en un momento posterior se exigió que los nuevos caballeros fueran investidos por otro caballero, en el marco de las Órdenes de Caballería, lo cierto es que los caballeros, por su condición de tales, no eran “nobles”. Pero, quede claro, tampoco eran “villanos”, debido a los privilegios mencionados. Disfrutaban de un estado intermedio: según Diego de Soto, "el ser hecho caballero… no infiere haber nobleza ni tampoco villanía". Con las ideas así aclaradas, el viajero trata de retroceder al siglo XIV y a las circunstancias en que se ejercía el poder de los monarcas, teóricamente ilimitado pero encerrado en el círculo de hierro de las fuertes restricciones que le imponían el estamento eclesiástico (custodio de la moral cristiana), la nobleza (estamento privilegiado) y las villas y ciudades dotadas de fueros. Medina de Pomar, que había sido un lugar de realengo, pasó en ese siglo XIV a ser señorío tras su entrega por Enrique II el de las Mercedes, iniciador de la dinastía Trastámara, a Pedro Fernández de Velasco, condestable de Castilla, es decir, jefe superior del ejército real y representante del monarca en ausencia de este. Desde entonces, la localidad, como la mayor parte de la comarca, fue patrimonio de la Casa de los Velasco, que en el siglo XV era ya uno de los quinces grandes linajes que (como el de los Manrique, el de los Enríquez o el de los Mendoza) se enseñoreaban de Castilla. Para entonces acumulaba también los títulos de ducado de Frías, marquesado de Velasco o condado de Haro; este último cubría la provincia de Burgos y la Comunidad de la Rioja, y se extendía incluso hacia Palencia y Álava. Medina de Pomar, que tenía ya la condición de “villa”, recibió a finales del siglo XIX el título de “ciudad” por su apoyo a la causa liberal en la tercera Guerra Carlista. En Medina permaneció algunos días Carlos V en su viaje a Yuste. El viajero puede asistir a una boda en la iglesia de Santa Cruz, fijarse en varias de las casas blasonadas del casco histórico y, sobre todo, sentirse empequeñecido ante la imponente presencia arquitectónica del Alcázar de los Condestables, construido como fortaleza en el mencionado Pedro Fernández de Velasco y hoy dedicado a Museo Histórico de las Merindades. De nuevo en el autocar, y tras la comida en Villarcayo, las dos paradas siguientes despiertan la admiración general por razones muy distintas. Se hace primero una breve pausa en Puentedey, para contemplar la maravilla de un puente “natural” construido por la naturaleza para salvar el cauce del río. Luego se sigue la ruta hasta el complejo kárstico de Ojo Guareña, al que se llega casi sin aliento por lo apretado del tiempo disponible. Una ilustrativa visita guiada al interior, provistos del oportuno casco protector, permite a los viajeros conocer algunas de las pocas galerías visitables y comprender el espectacular efecto “escenográfico” de la disolución del carbonato cálcico de las rocas calizas debido a la acción de aguas ligeramente ácidas. El episodio termina en el interior de la ermita de San Bernabé, con ingenuas y, al mismo tiempo, terribles pinturas murales del siglo XVIII. Espinosa de los Monteros es la última etapa de la jornada. Situada más al norte (a solo 15 km del límite con Cantabria), su nombre proviene de la exigencia de que fueran naturales u originarios de esta localidad los “monteros de cámara”, es decir, los miembros del cuerpo que tenía asignada la guardia personal de la alcoba de los reyes castellanos. La institución nació por decisión del conde Sancho García (el fundador ya mencionado de la abadía de Oña) y subsistió hasta la segunda República. Como la llegada a la localidad se ha producido cuando empieza a bajar el sol, los ánimos están ya un poco fatigados y se busca un descanso reparador. No obstante, el viajero puede recorrer parte del callejero y contemplar un buen puñado de casonas, torres y palacios: el palacio de los Marqueses de Chiloeches, la Casona, la Torre de los Azulejos, la Torre de los Monteros, el palacio de los Marqueses Cuevas de Velasco, etc. El retorno a Miranda de Ebro corona la apretada agenda del día. La última jornada se centra en la visita a Frías. La carretera sigue el límite oriental de Burgos con Álava, entrando y saliendo en el territorio de una y otra provincias, y el bello paisaje a uno y otro lado, junto al tortuoso trazado del Ebro, despierta admiración. Tras rebasar la central nuclear de Garoña, se divisa ya a lo lejos el montículo sobre el que se asienta Frías, catalogado como uno de los pueblos más bonitos de España, aunque desde el siglo XV no sea pueblo, sino “ciudad”. Desde el aparcamiento, el viajero sube por la escalera exterior de piedra hasta la explanada superior, que se cierra en un extremo por el impresionante castillo y en el otro por la iglesia de San Vicente, de presencia no menos aguerrida. El castillo, de finales del siglo XII o principios del XIII, tiene altos muros almenados que forman un paseo de ronda en torno al patio de armas y se distingue por la elevada Torre del Homenaje, levantada sobre una roca separada del resto de las construcciones. La construcción domina todo el caserío con su poderosa presencia. Desde la explanada superior, el viajero baja por las calles del pueblo, pasando por la judería y contemplando las “casas colgadas”, hasta llegar al aparcamiento. Sus acompañantes han hecho acopio de los tradicionales productos de “comer, beber y arder”, hoy denominados más asépticamente “de consumo” y que parecen inevitables en toda excursión que se precie. Tras la comida en Briviesca, de nuevo al autocar y a la vida urbana. El repaso a la geografía ha quedado atrás, pero el recuerdo del viaje a las fuentes históricas de Castilla permanece vivo. |
Excerpt: Por José Luis Díaz de Liaño. |
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