La receta mágica contra el coronavirus: ¿un servicio público de salud? 2


José Luis Díaz de Liaño

Estas palabras se escriben el jueves 26 de marzo, cuando la epidemia de coronavirus se expande y no se advierte todavía cuándo alcanzará el pico que permita ir aplanando la curva de contagios. Lo que es evidente son sus efectos, en términos de salud, de estabilidad económica y política y de alteración social. Todos suficientemente graves para preguntarse cómo hemos llegado aquí, qué deberíamos haber hecho y qué debemos hacer en el futuro.

Como era de prever, no faltan ideas peregrinas y bulos, cuando no afirmaciones maledicentes. Desde fáciles explicaciones a posteriori (“Ya lo decía yo”, aunque nadie lo oímos en su día) hasta propuestas inauditas (“Hacer vahos”, como los de eucalipto para combatir la tos), comparaciones aventuradas (“Lo estamos haciendo mejor que otros países”), expresiones imbuidas de sentimientos identitarios (“Estamos pidiendo que se nos aísle del resto”) o críticas ideológicamente sesgadas (“Son unos inútiles”).

Pero el asunto es lo bastante grave como para que esté justificado profundizar en él. Ante todo, aclaremos las cosas. Primero, se trata de un problema de salud. Segundo, mientras no se resuelva este problema de salud, no podrán abordarse las demás cuestiones (económicas, sociales, políticas) vinculadas. Tercero, la solución del problema compete a los servicios de salud. Cuarto, estos servicios necesitan medios suficientes (personales, materiales, de gestión). Y quinto, han de aplicarlos de manera adecuada.

Hemos hablado de “servicios de salud”, sin más. Extrañamente, en el aluvión de propuestas e ideas que nos inundan, ni una sola hace referencia a los servicios de salud que proporciona el “mercado”, es decir, a los de carácter privado. Parece haber consenso tácito en que el mercado no está para resolver estos problemas. Quien debe actuar es el la sanidad pública, es decir, “papá Estado”.

Si en España tenemos una sanidad pública considerada entre las mejores del mundo, o al menos así se nos insistía hasta ahora, nuestra sorpresa es mayúscula cuando vemos las dificultades a que se ve abocada. ¿Acaso no es así? ¿Hay un problema de financiación? ¿De gestión? ¿De incompetencia?

La sociedad del bienestar y su reflejo en los servicios públicos

Para entender las cosas hemos de echar una mirada al pasado. Retrocedamos hasta los años posteriores a la segunda Guerra Mundial, cuando se inició en Europa (olvidémenos ahora de España) un período de prosperidad a partir de la explosión demográfica producida después de la contienda y de la rápida reconstrucción de las infraestructuras favorecida por el plan Marshall. Se creó una “sociedad del bienestar”, impulsada sobre todo por gobiernos socialdemócratas, caracterizada por un fuerte carácter asistencial. Se basaba en dos grandes presupuestos: un crecimiento económico (y por tanto unos ingresos del Estado) mantenido en elevados niveles y una tasa de fecundidad lo bastante alta para garantizar el nivel de reemplazo (es decir, el nivel necesario para que los nuevos contribuyentes sufragaran las pensiones de jubilación de los mayores).

El Estado amplió sus tareas. Junto a las que implicaban el ejercicio de la autoridad, englobadas bajo el concepto tradicional de “función pública” (defensa nacional, recaudación de tributos, administración de justicia, relaciones políticas internacionales, seguridad ciudadana), desarrolló otras nuevas: a) de “fomento” de actividades consideradas deseables (como el turismo, o la minería); b) de “gestión económica” en el mercado, en condiciones de igualdad con el sector privado, c) de “servicio público”.

Estas últimas merecen una atención especial. Se concebían como “servicios públicos” los que, siendo titularidad del Estado, se consideraban esenciales para la comunidad. El propio Estado establecía cuáles eran y decidía su prestación de forma directa (en régimen de monopolio) o de forma indirecta (en régimen de concesión). Tradicionalmente, se consideraron como servicios públicos “clásicos” de este tipo, todos ellos de carácter económico, los de transporte ferroviario, suministro de agua, gas y electricidad, telecomunicaciones, correos, etc. En los Estados más avanzados se incluyeron también servicios de carácter no económico, como los de sanidad, educación, vivienda, etc.

Asoma la crisis: el “neoliberalismo”

La situación empezó a cambiar a mediados de la década de 1970, cuando, tras la primera crisis del petróleo, quedaron en entredicho los dos presupuestos ya mencionados en que se basaba la “sociedad del bienestar”, sobre todo el relativo al mantenimiento de una fecundidad suficiente para mantener el nivel de reemplazo, debido al efecto combinado de una baja natalidad y de un aumento de la esperanza de vida (fruto del propio bienestar). Empezó a preverse que no habría dinero para atender las pensiones. Aunque se recurriese al déficit público, ni siquiera el pleno empleo garantizaría su pago. La “sociedad del bienestar” quedaba en el aire.

Se plantearon entonces dos vías de salida. La más moderada consistió en entender simplemente que los servicios de la sociedad de bienestar no eran sostenibles tal como estaban configurados y había que reducirlos. Su manifestación más evidente fue la política de privatizaciones que, con diferencias de intensidad y de grado, acometieron numerosos Estados europeos.

La vía más radical sostuvo que, independientemente de su sostenibilidad, el Estado intervencionista que había favorecido esa sociedad del bienestar era ineficiente y constituía, en el fondo, un impedimento para el crecimiento económico. Debía, pues, ser apartado de la producción de bienes y servicios, de la asignación de recursos, del ejercicio de monopolios e incluso de la fijación de precios y rentas. Buena parte de los servicios que prestaba podían ser atendidos de forma más eficiente por el sector privado a través del mercado, en su caso previa privatización. Esta posición se sustentaba en varias corrientes económicas de cuño liberal, como el ordoliberalismo de la escuela de Friburgo o el neoliberalismo de la escuela austriaca de Friedrich Hayek (1889-1992) y de su discípulo estadounidense Milton Friedman. Se implantó en el Reino Unido de Margaret Thatcher a partir de 1979 (y en los Estados Unidos de Ronald Reagan). En el Reino Unido, sus efectos se prolongaron aun después de la derrota electoral de los conservadores en 1997, ya que incluso los laboristas de Tony Blair (y su “tercera vía”) siguieron mostrando una fuerte desconfianza hacia el papel del Estado y propiciaron la colaboración pública y privada.

Este ambiente de recelo hacia el Estado, común a todos los países, se aceleró con los acontecimientos políticos de las décadas siguientes. Hitos como la caída del muro de Berlín en 1989 (con la desaparición de la Unión Soviética y la proclamación consiguiente del “triunfo” del capitalismo), el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001 y su secuela de la guerra de Irak en 2003 favorecieron la expansión de esa vía más radical, que en términos económicos se expresó en la desregulación de mercados, las bajadas de impuestos y de tipos de interés, y la expansión del crédito. En este contexto hay que inscribir la crisis de 2008, que fue primero financiera y luego económica, y que se extendió a todo el mundo. Desde entonces, curiosamente, no ha hecho sino crecer la desconfianza hacia el Estado como gestor de la economía.

Configuración de la sanidad como “servicio público personal”

En relación con el tema que nos ocupa, la principal consecuencia de este nuevo clima ha sido el cambio del propio concepto de “servicio público”. Si el Estado no es fiable como gestor, ya no debe arrogarse la titularidad de los servicios públicos “clásicos” y su prestación. Su función debe reducirse a la de garantizar los derechos y libertades ciudadanas, de forma que esos servicios públicos clásicos, de carácter económico (transporte ferroviario, correos, etc.), no se exploten ya en régimen de monopolio, sino que se abran a la competencia. Más aún, junto a ellos deben considerarse otros nuevos servicios públicos que no solo deben seguir abiertos a la competencia, sino que ni siquiera son de titularidad exclusiva del Estado: son los llamados servicios públicos “personales”, es decir, la sanidad, la educación y algunos servicios sociales. Lo relevante en ellos es que la prestación se reconoce como un derecho de los ciudadanos, por lo que debe ser garantizada por el Estado.

En suma, los servicios públicos ya no aquellos cuya titularidad corresponde al Estado (que, como tal, decide sobre su forma de prestación), sino aquellos que tienen la garantía del Estado, en el sentido de que a este le corresponde velar porque se cumplan las condiciones de universalidad, igualdad, regularidad, razonabilidad de las tarifas o precios y adaptación a los cambios tecnológicos: los servicios públicos deben ser universales (abiertos a todos), han de prestarse en condiciones de igualdad para todos, de forma regular (sin interrupciones) y a precios razonables, y deben estar adaptados en todo momento a los cambios tecnológicos que se produzcan en el sector. En el caso de los servicios públicos “personales”, como la sanidad, habría que añadir además la importancia de quien los presta y la relación directa que se establece con el usuario: qué servicio médico hospitalario nos atiende es algo que nos interesa como usuarios.

Esta nueva concepción se refleja fielmente en la legislación de la Unión Europea, que como tal (no hay que olvidarlo) nos es aplicable. Al abordar el problema de la regulación de los servicios públicos, las instituciones europeas se encontraron con la existencia de diferencias profundas entre los distintos Estados miembros, reflejadas ya en la propia terminología, en cuanto que, para referirse al mismo concepto, se usaban términos tan diferentes como el de public utilities (“empresas de servicios públicos” del Reino Unido, referidas básicamente a los servicios de suministro de energía y transporte), el de Daseinvorsorge (“cuidado existencial” de Alemania) o el de service public (“servicio público” de Francia, de donde procede nuestro “servicio público”).

No se olvide además que las instituciones europeas tuvieron como objetivo inicial la creación de un “mercado único”, regido por las normas sobre competencia, lo que significaba dar prioridad al respeto de estas normas, aunque luego se le añadiera como objetivo complementario el logro de la cohesión económica y social y la solidaridad entre los Estados miembros. Por todo ello, la legislación europea no ha hablado nunca de “servicios públicos”, sino de “servicios de interés general”, entendiendo por tales los que las autoridades públicas así declaren.

Dentro de ellos, las instituciones europeas se centraron en un principio en los llamados “servicios de interés económico general”, que coinciden aproximadamente con nuestros servicios públicos “clásicos” (transporte ferroviario, suministro de gas y electricidad, telefonía, correos). Por entonces eran servicios gestionados por el Estado en régimen de monopolio, por lo que la legislación europea declaró irremediablemente que iban en contra de la competencia. Impuso, pues, su liberalización y su devolución al mercado, aunque garantizando el cumplimiento de los fines de interés general inherentes a ellos, que las reglas del mercado no protegen, mediante la imposición a sus titulares (“operadores”) de obligaciones de servicio público: por ejemplo, en el caso de los servicios de telefonía, la obligación de atender la telefonía fija.

En una segunda etapa, en la que ahora nos encontramos, la legislación europea empezó a distinguir dentro del concepto global de servicios de interés general una nueva categoría, la de los “servicios de interés general no económicos”, que vienen a coincidir con los servicios sociales que hemos llamado “personales”, y que también se pueden considerar sociales, de cohesión social o de solidaridad. Se incluyen en este grupo los servicios de sanidad, educación y algunos servicios sociales, que no se han prestado en ningún momento en régimen de monopolio y no se consideran de carácter económico, por lo que ni están ni han estado nunca sujetos a las normas sobre la competencia. Constituyen el instrumento para vertebrar la sociedad europea y responden a la idiosincrasia de los diferentes Estados miembros, que son los únicos competentes para regularlos.

Lo único que le interesa a la Unión Europea en relación con estos servicios es diferenciarlos de aquellos otros que, versando sobre el mismo objeto, suponen un ejercicio de actividad económica, ya que entonces habrá que considerarlos servicios de interés económico general y someterlos a las normas sobre competencia, aunque sea con excepciones.

La distinción a este respecto no siempre está clara y en el ámbito de la sanidad hay ejemplos que saltan a la vista. Así, es evidente que los servicios de asistencia sanitaria estrictamente considerados son no económicos, pero en su periferia, y relacionados con ellos, aparecen otros que sí tienen carácter económico. Es lo que sucede, por ejemplo, con el traslado de enfermos mediante ambulancia (el Tribunal de Justicia de la Unión Europea así lo ha declarado en una sentencia), con los servicios de restauración hospitalaria (desayunos, comidas), con la adquisición de equipos de protección individual (mascarillas, batas), etc.

En España: epidemia, confinamiento y dificultades

Ya tenemos algunos “asideros” para volver a nuestro país y al presente. No abordamos aquí lo relativo a las medidas estrictamente políticas (confinamiento más estricto o menos estricto) ni a la oportunidad de su adopción (posible retraso), porque lo que nos interesa es el aspecto sanitario.

A este respecto, en estos días empezamos a ver que, en contra de lo que se nos venía diciendo, nuestra sanidad no está entre las mejores del mundo. Tenemos, sin duda, excelentes profesionales sanitarios (como lo prueban los muchos representantes de alto nivel repartidos por todo el mundo y la favorable acogida que reciben colectivos enteros, como el de enfermería, en otros países). Destacamos en aspectos concretos, como los trasplantes, que pueden ser útiles para campañas de prestigio internacional como “Marca España” (ahora, “España Global”), pero en la valoración general la asistencia sanitaria, en conjunto, se ha ido deteriorando con el tiempo y ahora da muestras de debilidad.

A falta de estudios más profundos, cabría exponer dos posibles causas: la coordinación insuficiente, dado que las competencias en materia sanitaria han sido transferidas a las Comunidades Autónomas (muy expuestas a vaivenes políticos), y las políticas de recortes aplicadas a raíz de la crisis de 2008. Se estima, por ejemplo, que el número de camas se ha reducido en un 5 % en los últimos diez años.

Una sencilla comparación internacional nos ayudará a comprender la situación. Según datos del Ministerio de Sanidad referidos a 2017, España ocupaba el 12º lugar entre los países de la Unión Europea en gasto sanitario (el 8,9 % del PIB), el 11º lugar en el número de médicos por habitante (3,9 por 1 000 habitantes) y el 23º lugar en el número de enfermeras por habitante (5,7 enfermeras por habitante). Peor era la 24ª posición que le correspondía en el número de camas por habitante (3 camas por 1 000 habitantes, frente a un promedio de 5 en la Unión Europea y 8, por ejemplo, en Alemania).

Algunos datos positivos, como la mayor esperanza de vida entre los países de la Unión Europa, llevan en sí incluso una contrapartida, en cuanto que una población envejecida implica un mayor gasto sanitario.

Así que no deben extrañarnos los puntos débiles que nuestra sanidad ha mostrado, de forma terrible, con la epidemia de coronavirus:

1. Hospitales desbordados y carencia de aparatos y equipos (por ejemplo, camas de UCI) en las Comunidades Autónomas más afectadas.

2. Situación crítica, desde el punto de vista sanitario, en residencias de la tercera edad.

3. Carencia de equipos de protección individual tanto para el personal hospitalario como para el personal que realiza actividades complementarias (ambulancias, empresas funerarias, etc.) y para el personal de cuidados personales (por ejemplo, en residencias de la tercera edad)

4. Desconocimiento de aspectos epidemiológicos tan importantes como el número de contagios, debido a la carencia de equipos y servicios de detección del virus.

Cómo encarar el futuro

Aun aceptando el alto grado de infectividad de la epidemia, es decir, su enorme facilidad de contagio, que agrava la situación, esos cuatro puntos pueden englobarse en un solo concepto: falta de previsión y falta de medios. El servicio público de salud no implica solo la asistencia sanitaria ordinaria, sino también la previsión de los picos asistenciales que se produzcan, bien de forma habitual (por ejemplo, debido a la gripe estacional), bien de forma imprevista. Ha habida una falta de previsión evidente porque las carencias se han advertido ya desde el primer momento.

En España, las competencias en materia de sanidad están transferidas íntegramente a las Comunidades Autónomas, que son las que tienen también asignada la función de previsión. El Estado (es decir, el Ministerio de Sanidad) tiene competencias de coordinación y recomendación, pero nada más. Tan solo desde el 14 de marzo, es decir, desde la publicación del Real Decreto declarando del estado de alarma, ha pasado a asumir las competencias sanitarias, y por tanto también las de previsión, como “autoridad competente”. Y entonces ha sido tarde para adoptar medidas efectivas (centralización de compras, adquisición masiva, etc.) debido al exceso de demanda en los mercados internacionales, que son a los que hay que acudir ante la inexistencia de proveedores nacionales. Todo esto, sin perjuicio de los errores que, por su parte, haya cometido.

No se trata de exigir responsabilidades a unas Comunidades Autónomas u otras, ni a todas en conjunto, sino de constatar hechos. Y en este sentido, así como no hay dudas sobre la profesionalidad y calidad de los profesionales sanitarios y sobre el nivel de la asistencia sanitaria estrictamente considerada, las hay sobre la suficiencia de la dotación de los medios personales y materiales puestos y sobre la previsión de la demanda de asistencia (en caso de epidemias o de circunstancias anómalas).

Un apunte para orientar el estudio: ¿por qué no excluir del debate político la sanidad? Podría mantenerse la competencia de las Comunidades Autónomas sobre la asistencia sanitaria, entendida como “servicio público personal” estrictamente considerado (es decir, como servicio no económico en los términos antes examinados), y reservar a un organismo central, ya sea el Ministerio de Sanidad u otro, en estrecha cooperación con las Comunidades, la competencia sobre los servicios económicos ligados a esa asistencia (construcción de instalaciones, adquisición de equipos) y la previsión de la demanda. Los aspectos económicos de la sanidad, que son los que están revelándose como conflictivos en estos días, quedarían al abrigo de la lucha partidista y se asimilarían a las actividades de “función pública” que, como la defensa nacional o la recaudación de tributos, asume directamente el Estado.

Esta función central de “economía de la sanidad” seguiría teniendo, en todo caso, el límite general marcado por la exigencia de estabilidad presupuestaria impuesta por la Constitución española (tras la reforma de 2011), según la cual “el Estado y las Comunidades Autónomas no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados miembros.” Aunque siempre sin olvidar la salvedad que prevé la propia Constitución: “Los límites de déficit estructural y de volumen de deuda pública sólo podrán superarse en caso de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado, apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados”.

Todo un tema para debate…



 


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2 ideas sobre “La receta mágica contra el coronavirus: ¿un servicio público de salud?

  • Leonardo Bermejo Sáez

    Magnifico artículo Jose Luis. Sólo hecho en falta que no se diga quien y quienes empezaron a deteriorar la sanidad pública para conseguir beneficios con privatizaciones ocultas en gestión y servicios y en segundo lugar la solución que todos sabemos y no decimos: reintegración de los servicios privados al ámbito público. Ningún servicio asociado a la sanidad puede estar en manos privadas que siempre antepondrán los beneficios económicos a los sanitarios que precisa una sociedad bien organizada sanitariamente. El que quiera poner un negocio que se lo pague y ponga una fábrica o un establecimiento de sanidad privada pagado absolutamente con su propio dinero, no privatizando lo público y robando a los contribuyentes con sus beneficios en establecimientos que antes eran públicos. Típica acción extractiva de los insolidarios neoliberales de los partidos de derechas en España y en Europa.

  • Santiago Pons-Sorolla Ruiz de la Prada.

    QUERIDO JOSE LUIS: MUCHAS GRACIAS, UN MAGNÍFICO ARTÍCULO MUY ACLARATORIO PARA LOS QUE NO SABEMOS NADA DE ESTO, NOS INTENTAN ENGAÑAR TODOS LOS DÍAS, Y QUEREMOS SABER Y ENTENDER ALGO DE LA REALIDAD QUE NOS RODEA MIENTRAS ESTAMOS ENCERRADOS SIN OTRA INFORMACIÓN QUE LA CAJA BOBA QUE SIEMPRE NOS REPITE LO MISMO, Y PROCURA ENGAÑARNOS IGUAL. DESDE TU VISIÓN SUPERIOR EXPLICÁNDONOS COMO HA SIDO EL DEVENIR DE EUROPA, DE ESPAÑA EN LA UNIÓN EUROPEA, Y DE NUESTRA ESPAÑA PARTICULAR DE LAS AUTONOMÍAS, NOS DAS UNA HERMOSA LUZ PARA ENTENDER LO QUE NOS PASA, NOS ESTÁ PASANDO, Y SOBRETODO PARA ENTENDER EL POR QUE. MUCHAS GRACIAS.