Trabajos de verano: ‘El milagro del estilita’


Con esta nueva entrega, Trotea culmina la publicación de una serie de composiciones literarias escritas por nuestros socios y enmarcadas dentro de los llamados Trabajos de verano. Tras los textos de Juan Díaz Turleque y Fernando Díaz de Liaño , y siguiendo el tono humorístico de esta edición, le toca el turno a Fernando Luciáñez, quien, en una hilarante pieza, nos ofrece detalles de un hecho muy particular, revestido de naturaleza milagrosa.

¡No dejes de leerlo!


El milagro del estilita

Antes de que el tiempo nuble mis recuerdos y Tánatos me alcance para cumplir su definitiva tarea, quiero relataros esta historia que me contaron hace ya demasiados años, en la que se cuenta las muchas virtudes de un joven asceta.

Tal vez conozcáis esta historia por boca de otros narradores y probablemente encontréis notables diferencias con lo que aquí os refiero. En este caso quiero advertiros que no ha sido mi intención engañaros. Al contrario, si así fuere, pensad que habrá sido mi imaginación la que, sin proponérmelo, haya repuesto lo que la memoria me ha negado.

Cuentan que en Oriente, a mediados del siglo V, la corrupción de las costumbres había llegado a ser tan grande, que algunos hombres piadosos se vieron obligados a retirarse del mundo y recluirse en remotos monasterios para liberarse de las pasiones, purificar su alma y superar todas las tentaciones.

En uno de aquellos monasterios, situado en el norte de Siria, se encontraba el que llegó a ser San Apapucio, un hombre extremadamente virtuoso, riguroso en la búsqueda de la perfección, en la mortificación de su cuerpo y en el control de su pensamiento.

Debido a la continua molestia que le suponía las muchas gentes que iban a visitarle y que le apartaban de la vida contemplativa, decidió extremar su rigor y su soledad marchándose al desierto, cerca de Alepo; en donde vivió durante algunos años en una plataforma construida sobre una columna, lo que le permitió dedicarse con plenitud a la oración y al ayuno.

No necesitaba ninguno de los bienes que el mundo podía ofrecerle. Tanto es así, que incluso vivía casi desnudo, como única vestimenta conservaba un sombrero con el que se cubría la cabeza y que en cierto modo le protegía del riguroso sol del desierto. Se alimentaba únicamente con el pan que, diariamente, le traía un cuervo en el pico.

Era tan alta su virtud que llegó a provocar los celos y la irritación del Diablo, que, tal vez temeroso de que su ejemplo pudiera extenderse a otros hombres, decidió tentarle utilizando las armas que Satanás siempre tiene bien dispuestas contra la virtud.

Para ello, en primer lugar le ofreció riquezas, cofres llenos de oro, un puesto de consejero vitalicio en una institución de usura, creada por un oriundo del no muy lejano reino de Israel. Pero el bueno de San Apapucio no quiso ni tan siquiera escuchar estas propuestas, pidiendo imperiosamente al Demonio que se alejara de su presencia.

Era tan firme la actitud del santo y tanto el interés de Belcebú por arrastrarle al pecado que, para tentarlo nuevamente, le prometió poder, gloria, fama y reconocimiento. Su voz sería respetada y sus órdenes acatadas en todo el orbe conocido. Pero el joven estilita que, todo sea dicho, nunca había sentido especial vocación por la política, también rechazó con energía estas propuestas de mundanidad, dando evidentes muestras de que ninguna ambición le apartaría de su virtuoso camino.

Viendo que todo su empeño era en vano, Satanás redobló sus esfuerzos y decidió asaltarle por tercera vez, y en esta ocasión con tentaciones impuras.

Para ello Luzbel tomó la forma de una bellísima mujer, cuyos ojos de azabache eran tan negros como sus ondulados cabellos. Su perfumada piel era blanca y nacarada como el lecho de una perla. Sus senos eran como dos panes amasados de oro. Sus caderas eran anchas y confortables, sus piernas estaban bellamente torneadas.

Esta mujer, en la que se había transformado Satanás, se presentó delante del santo únicamente cubierta por siete velos de seda transparente, haciéndole espantosas y deshonestas proposiciones.

Nuevamente el santo, mirando para otro lado, conseguía rechazar la tentación de la carne. Pero el maligno, que hacía uso de todo tipo de ardides, hizo que se oyera una sensual música de cítaras y chirimías a cuyo compás la bella mujer comenzó a bailar de una manera voluptuosa. Sus brazos se movían suavemente, haciendo oscilar las sedas que asemejaban olas que convocaban al abrazo. Al tiempo, sus anchas caderas y su vientre vibraban con frenesí en una danza infernal, mientras que sus muslos aparecían fugazmente desnudos entre los pliegues de los velos.

En esta danza, la bella mujer, se agitaba entre impúdicos giros y poco a poco iba desprendiéndose de cada uno de los velos que tan levemente la cubrían.

En este punto, el joven santo ya no podía apartar la mirada de las evoluciones del pérfido diablo hecho mujer. Rezaba y pedía ayuda al cielo para no caer en sus añagazas.

Apenas quedaban dos velos cubriendo el cuerpo de la mujer, cuando el joven santo notó que le flaqueaban las fuerzas.

Fue entonces, y solo en esos momentos, cuando el santo tomó conciencia de su desnudez.

En el momento en el que Luzbel, se despojó del penúltimo velo, San Apapucio, siguiendo el instintivo impulso de su natural pudor, cogió el sombrero con ambas manos y lo colocó ocultando sus pudendas partes.

Pero el frenesí de la seductora no cesaba, de tal modo que cuando la mujer hizo ademán de desprenderse del último velo, el santo apenas podía resistir la contemplación de tan libidinosa visión sin arrojarse definitivamente al abismo de la lujuria. Temblando, se tapó los ojos con ambas manos.

Y fue en esos momentos cuando se produjo el magno milagro por el que hoy se recuerda y se venera a este joven santo:

Aquel sombrero, que San Apapucio había soltado para ocultar sus ojos con las manos, –¡oh señores!- no cayó al suelo. Aquel sombrero, quebrantando las universales leyes de la gravedad, permaneció suspendido en el aire en la posición que más favorecía su honesto recato. San Apapucio había obrado el milagro. ¡Gloria al cielo que concedió suficiente fuerza a este santo!.

EPÍLOGO.

Cerca de Antioquia se encuentra el convento de monjas llamado de la Ascensión, en el que todavía se venera a este santo y para entusiasmo y admiración de todos (principalmente de las novicias) se conserva la reliquia que fue el fundamento de este milagro.

Grabado en el relicario, se puede leer la consigna que orienta la misión de estas religiosas: “VIA·GRATIAE·ARDUUM·EST”. Se comenta que todavía se siguen produciendo manifestaciones sobrenaturales en torno a esta reliquia. De hecho, cuando la joven hermana encargada de su cuidado y custodia, la frota, a veces con cierta energía, para limpiarla o quitarle el polvo, se advierte que se produce de manera evidente una levitación, sin duda sobrenatural, sin que, hasta el momento, se haya encontrado explicación científica alguna que pueda justificar este extraño fenómeno físico en… UN SOMBRERO.

Fernando Luciañez

 

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